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Redoble por Rancas, los hechos detrás de la ficción – PortalCentral

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«De la cabeza ya todo está escapando; ya no aguanta; ya todo me estoy olvidando».

No es la primera vez que don Víctor Rivera Rojas debe recordar cómo hace medio siglo, los 60 comuneros que vivían en la fría y pequeña comunidad de San Antonio de Rancas, en Pasco, se enfrentaron a la primera empresa minera más grande del Perú, formada con capitales extranjeros: la Cerro de Pasco Cooper Corporation, para recuperar las tierras comunales que habían sido ocupadas por el brazo ganadero de la firma. El único problema es que abrir los archivos de la memoria de 90 años de edad de este hombre partícipe de los hechos, es una actividad laboriosa: hay que hablarle fuerte al oído, una y otra vez.

Víctor vive en la calle San Marín, en la plaza de Rancas. Allí estaba sentado, en la puerta de su casa, calentándose con el sol de una mañana de febrero, contemplando el añoso edificio rústico de dos niveles de la antigua Cooperativa Comunal.

Cuatro meses después, en mayo, Víctor observa desde su silla de plástico el ya tradicional desfile que también esta vez la comunidad ha organizado por los 54 años de aquella gesta del pueblo: «la masacre de Huayllacancha».

—Ahí nos han masacrado pues —dice Víctor—. Ahí, caracho, la Cerro de Pasco nos quiso joder, pero nosotros lo hemos parado. ¡Caracho!

Ese día, el dos de mayo de 1960, en la refriega con policías a caballo y caporales de la empresa, murieron tres comuneros: Teófilo Huamán, Silveria Tufino y Alfonso Rivera. Los mártires que se han convertido en ícono de la identidad ranqueña.

—Ahí pues me han accidentado —recuerda Víctor—. Me han disparado en la pierna izquierda, la misma nalga.

Herido, Víctor fue auxiliado y conducido a un hospital de Pasco. Por eso no vio cómo murió su hermano Alfonso, a la sazón presidente de la comunidad. Tampoco presenció la muerte de Teófilo Huamán ni de Silveria Tufino. Luego supo que a su hermano Alfonso, los policías intentaban arrebatarle la bandera peruana con la cual se defendía. No pudieron. Así que el cuerpo del presidente de la comunidad de Rancas quedó en el suelo, junto a la vía férrea, envuelto en el emblema nacional.

Para el desfile en memoria de sus héroes, los ranqueños de todas las edades se han reunido en la plaza principal, aquella que el escritor Manuel Scorza describió en su novela Redoble por Rancas como un cuadrado de tierra salpicada de ichu. La misma que, tras la masacre de Huayllacancha y cubierta de nieve, recibió una multitud de pasqueños y trabajadores mineros para el entierro de los mártires, y aquella donde en 1977, el general Francisco Morales Bermúdez descendió de un helicóptero militar, en su condición de presidente de la República, y reafirmó la voluntad de su gobierno de continuar la Reforma Agraria, iniciada por su predecesor Juan Velasco Alvarado, a raíz de las rebeliones campesinas, como la protagonizada por Rancas, en contra del sistema de haciendas que los oprimía.

―¡Fuego a estos indios sinvergüenzas!

Gruñó el comandante Boudenay, «de apellido francés». El oficial se llevó las manos a la altura de la oreja, comprobó que sangraba y entonces gritó la orden a los policías a su mando. El niño Marcelino Gora le había lanzado una piedra cuando vio que los efectivos golpeaban con sus armas al profesor Amancio Rivera, director de la escuela del pueblo. Quizá el mozuelo habría llevado el objeto en sus bolsillos, o «cómo habrá hecho, porque ni piedra había en la pampa: todo era pasto». Pero con esa orden policial comenzó el enfrentamiento, más o menos a las 10 de la mañana.

Dos días antes, en la madrugada, los campesinos tomaron la pampa situada a cuatro kilómetros del pueblo, cumpliendo el acuerdo tomado con anticipación: a las ocho de la mañana del 29 de abril debían dirigirse a Huayllacancha, con todos sus animales. Para eso, a las cinco de la madrugada, los comuneros Crispín Robles, Cirilo Atencio, Demetrio Tufino, Bartolomé Atencio y Edilfonso Celada cortaron los alambres del cerco, con alicates que el presidente de la granja comunal, don Antonio Gora, les entregó.

—A las seis o siete de la mañana ya estábamos entrando —cuenta Felipe Atencio, el comunero-sacristán—. Adelante iban los animales de la granja, detrás todos los comuneros, con palos, plásticos, herramientas para armar nuestras chozas.

Para su cometido, los ranqueños contaron con el apoyo de don Leandro Poma, el vigilante de la empresa que no avisó a sus patrones del ingreso de los comuneros, sino recién al mediodía cuando la neblina que ocultaba a los hombres se dispersaba del ambiente. Esa primera tarde, los pocos capataces de la minera apenas constataron la presencia del pueblo en la pampa.

El 30, la pampa amaneció cubierta de nieve. Por la tarde, un grupo de caporales y algunos policías que habían llegado para desalojar a los posesionarios, se marcharon desalojados por la lluvia que empezó a caer. El frío golpeaba a los agentes mal abrigados. El uno de mayo transcurrió tranquilo: los comuneros terminaron de armar sus chozas, pero corrió el rumor de que en cualquier momento el Ejército podría ingresar a la pampa y echarlos por la fuerza. Otra neblina cubrió la noche que dio paso al fatídico dos de mayo, con el comandante Boudenay al frente de policías de asalto.

Don Armando Rivera, hermano del director de la escuela y de Víctor, fue uno de los que arreó sus animales. Muchacho de 24 años, participó en el enfrentamiento. Ahora, a sus 78 años de vida, lo recuerda como si fuese ayer:

―Entonces —dice—, los policías, ni corto ni perezoso, ¡pum!, se pusieron en posición de disparo. ¡Uuuuuh! Empezaron a disparar. Pero en primer lugar lo tumbaron al chico que tiró la piedra. Nosotros estábamos un poquito más arribita y para bajar a ver esas acciones, ya el pobre niño estaba tirado, sangrando con la bala. Como de un toro estaba saliendo su sangre. Ya ni siquiera me he fijado bien, más me he metido donde están tirando golpe con sus armas. ¡Cómo disparaban! Primerito era para asustarnos nomás, creo: al aire y al suelo. Al suelo también cómo lo botaba las balas. Usted habrá observado alguna vez cuando llueve granizada en una laguna. ¡Cómo salpica el agua! Igualito salpicaba la tierra con las balas.

Era la mañana del tercer día en que los comuneros posesionaban la pampa. Retomaban, como dicen, lo que era de ellos desde tiempos inmemoriales: Desde que la Intendencia de Tarma, todavía en la Colonia, les entregase un título forrado con cuero de oveja. Garashipo, le dicen. Tesoro bien guardado de la comunidad: nadie accede a él, salvo el presidente comunal.

―Yo estaba prevenido de onda nomás ―recuerda don Armando ―. No había otra cosa de arma. Yo no sé cómo se me presentó a la mano un buen palo de escoba. Con eso he tratado de banquetear también. Así como vi que estaban maltratando a mis paisanos con su arma, yo también he tirado palo sin asco. En ese momento ya no había temor que sea autoridad, que sea quien sea. Más arriba ya me vieron que estoy maltratando a uno, a otro policía.

La noche previa había sido espesa, fría y tensa. En medio de la bruma, desde su ubicación, los comuneros veían en la colina del frente, en la casa-hacienda de Paria, pequeñas luces que se movían en la oscuridad y escucharon ruido de motores de vehículos. Toda la noche. Las lucecitas iban y venían por la carretera que llega de Cerro de Pasco. Amaneció. Los ranqueños encendieron sus fogones para calentarse pero la neblina no amainó hasta pasada las ocho de la mañana. Entonces el cuadro se develó: en Paria se había concentrado un buen número de «personales» de la hacienda; otros cabalgados reforzaban a la «guardia de asalto» que había llegado hasta allí. Vieron que se formaron y avanzaron hacia la pampa. Rápidamente, los comuneros comisionaron a seis personas, entre ellos al profesor Amancio, para que dialoguen con el comandante de la Policía y los mayordomos de la minera.

El encuentro fue abajo, en la línea férrea que conducía a las minas de carbón de  Goyllarisquizga. Frente a frente, empezaron a dialogar. Pero no pasaron «ni cinco minutos» y el comandante ordenó: ¡átenlos y cárguenlos! ¡Apresen a los comisionados! Estos opusieron resistencia, porque, «¿quién se va dejar mancornar, quién se va a dejar cargar?». La respuesta policial fue golpearlos con sus armas, a culatazos. Eso vio el niño Marcelino, quien había ido con otros alumnos de la escuela, y lanzó la piedra que hirió al comandante.

—Así que bajamos —dice don Armando—. Ya nos metimos, como si estuviéramos en un carnaval, en un juego… Ya no me importó que era un problema fuerte. No. Golpe, bala y bala. Nos estaban arreando. Por ahí encuentro a una paisana, Vicenta Suárez, tirada, herida. Más arriba, al finado Teófilo Huamán. Más abajo, los cabalgados estaban arriando a nuestros animales. Viene el asesor de la empresa, Carranza, montado en su caballo y apuntándome cerca me dice: lárgate carajo por donde has venido, si no, te mato. Muerto voy a salir, le dije. Estoy en mi terreno. Más bien ustedes lárguense conforme han venido. Ustedes no son de acá. Entonces dicen: a este cojudo agitador, aquel cojudo, mátenlos. Poco ratito, empecé a recibir la bala. Sentí parece alfiler que me pasó, gracias a Dios no me ha llegado al hueso, me ha pasado por la parte vacío nomás, de la pierna izquierda. No hice caso y seguí golpeando y a poco rato siento otro alfilercito, al otro lado ya, en la pierna derecha, avancé un poco, pero se me ha ido adormeciendo. Ya nuestras chozas se estaban incendiando: uuuuh, una llama especial. A los caballos de mis paisanos Valentín Robles Rojas y de su hijo Darío, les metieron bala. Pobre animal: arrastrando su tripa andaba.

La lucha duró alrededor de tres horas, hasta la una de la tarde.

—Ya llegamos más abajo. Sentí como que me han tirado culatazo. Doy la vuelta, no hay nadie, pero me habían tirado bala. Yo tenía bolsillado un monedero. Tenía monedas redondito, sencillo. Los soles eran un poco grande, anteriormente. Tenía tres o cuatro soles en mi sencillera y eso, gracias a Dios, ha defendido. Había entrado la bala y torcido las monedas; resbalando había llegado todavía a mi muslo. Al mismo nudo, pero me ha defendido la moneda. Si no, hubiera perdido la pierna. Qué hubiera sido. O hubiera muerto tal vez con derrame de sangre. Con las justas he llegado al puente. Allí sí había piedra para onda. ¡Uuuuh! Cualquier cantidad. Pero lastimosamente ya no podía caminar, ni moverme muy bien. Entonces, ya no hice nada.

Don Armando y otros 44 comuneros resultaron heridos en la refriega, la mayoría de los cuales ya pasó a mejor vida. La última fue Josefina Oscátegui, quien recibió un balazo en el talón. Quedó hospitalizada pero nunca se recuperó. Vivió con una muleta. Se trasladó a Lima para su tratamiento y, después de 54 años, falleció el 10 de enero de 2014. Su cuerpo volvió a Rancas a descansar junto a los tres mártires.

Hacía un año, aproximadamente, los ranqueños habían decidido recuperar sus tierras de las manos de la minera Cerro de Pasco Cooper Corporation, que a su llegada a Pasco, en 1902, se hizo dueña de gran parte de las minas del departamento y después, de grandes extensiones de terreno, dejando a las comunidades en reducidas áreas que imposibilitaban el normal desenvolvimiento de la vida colectiva. Para proteger su propiedad, que alcanzó 320 mil hectáreas, la empresa levantó un cerco de malla metálica que impedía el paso de los comuneros y sus animales. El gusano de alambre, lo llamó Scorza en Redoble por Rancas, nació y creció con su gran ventaja: no dormía, no comía.

Luego, otra hacienda, la Lercari Hermanos, se asentó en tierras ranqueñas y puso sus límites en las orillas del río San Juan, cuyas aguas aún transparentes atraviesan tranquilas el territorio comunal. De modo que por un lado, la hacienda Paria puso sus alambras y por otro, los italianos.

—Ya nos habían reducido completamente —dice don Mauro Atencio, comunero y exalcalde de Simón Bolívar, el distrito cuya capital es la comunidad de Rancas.

Luego calcula que hacia 1960, el área en el cual los ranqueños desenvolvían sus vidas era de apenas «cuatro kilómetros cuadrados», en los cuales ya era imposible, por ejemplo, la asignación anual de parcelas entre los comuneros para el pastoreo del ganado.

—Anteriormente —añade, después de beberse un sorbo de café con leche caliente—, nuestra gente vivía en el campo. De acá a 40, 50 kilómetros de distancia. Así dispersos.

Una idea de cuán extenso era el terreno de Rancas, lo da don Armando Rivera. De pie, junto a los bustos de los tres mártires que la municipalidad levantó en 1994, en la pampa de Huayllacancha, extiende su brazo y en el horizonte señala una parte de la estepa iluminada por el sol de la tarde.

—El campo de Rancas —dice— hasta donde está soleando; hasta más allá todavía llegaba: hasta el fondo. En una parte hasta la cordillera. Ahora ya no. Nos han reducido. Después que hemos reclamado, la reforma agraria también trató de distribuir terreno a ciertas comunidades que no lo tenían. Por decir: Quiulacocha, Yurajhuanca. Todos han sido terrenos de Rancas, [que casi] llegaban hasta Colquijirca.

—Más antes —ahora don Mauro acompaña su desayuno con panes con queso producido en Pasco— nuestra comunidad le daba a estos que venían de la religión, los curas: nos visitaban y la gente los alojaba en sus estancias. Pedían diezmo y nuestra gente les daba ganado. [Entonces] a la comunidad le piden una pequeña extensión de terreno y ¿qué han hecho? Hicieron su campo como un comunero más. Así agarraron una gran extensión de terreno y le han puesto el nombre de los santos. Paria, por ejemplo, era de los curas, y los curas lo venden a la Cerro de Pasco Corporation, cuando [la empresa] ya se dedicaba a la minería y la ganadería.

El nombre completo de la hacienda era San Juan de Paria y según el sociólogo Carlos Barrios Napurí, fue comprada en 1914 por la Cerro de Pasco, en una extensión de 900 hectáreas.

—Con el acaparamiento —escribe Barrios—, esta hacienda creció alcanzando una extensión de más de 100 mil hectáreas en 1960.

El estudioso agrega que «cuando la Cerro de Pasco Corporation adquiría concesiones mineras que le entregaban sólo el usufructo del subsuelo, recurría al abuso de cercar estas zonas, anexando muchísimas tierras comunales». «Los reclamos de las comunidades ante las autoridades por las tierras perdidas, no tenían éxito». «De 1920 a 1950, la Cerro de Pasco tuvo una consolidación progresiva, haciéndose más poderosa y multimillonaria». «Al haber desplazado a las comunidades campesinas de sus tierras, se obtuvo la mano de obra abundante y barata que, en otras condiciones, se había resistido al trabajo asalariado en las minas».

La Cerro de Pasco, entonces, se convirtió en un hacendado.

Su ingreso a la ganadería fue la expresión de lo que los antropólogos José Matos Mar y José Manuel Mejía, denominaron el «desarrollo capitalista del agro», caracterizado por la introducción de grandes capitales extranjeros a este sector. En Pasco, esos caudales provenían de la Cerro de Pasco Cooper Corporation.

Capital que desempeñó —dicen— «un papel regresivo antes que progresivo» en el campo, pues, acentuó el sistema de poder tradicional, heredado de la colonia; de concentración de la tierra en la élite española, que luego pasó al dominio de la oligarquía republicana, manteniendo las relaciones de servidumbre con las comunidades indígenas. La minería colonial usaba a estos reductos poblacionales como reservas de mano de obra gratuita. El capital de inicios del Siglo XX llegaba ahora al campo «y lejos de superar el atraso económico y la marginación política, los había reproducido, constituyéndose en obstáculo antes que en motor de una transformación global del agro». Sobre todo en la Sierra Central.

En la Costa, el capitalismo agrario empujó al latifundio hacia formas empresariales modernas, como Casagrande, hacienda que logró reunir para sí 105 mil hectáreas, «anexando numerosos latifundios tradicionales y medianas y pequeñas propiedades, con lo que, virtualmente, se extinguirían las comunidades costeñas».

—En cambio —comparan—, en la sierra el desarrollo capitalista siguió otro rumbo. Sólo pudo asentarse, y con serias limitaciones, en centros de explotación ganadera. El caso extremo fue el de la División Ganadera de la empresa minera Cerro de Pasco Cooper Corporation que, depredando tierras de comunidades campesinas y concentrando haciendas de propietarios nacionales, a las que había dañado con los humos de su fundición de La Oroya, llegó a reunir más de 320,000 hectáreas, 150,000 ovinos y 2,000 vacunos.

La compañía comerciaba con el extranjero pieles y se autoabastecía de carne para sus obreros.

Al cerco de alambres que la compañía colocó en lo que consideraba su propiedad, le agregó rompepatas, una estructura metálica similar a las parrillas de fierro que se usan en las pistas sobre los desagües pluviales, enterrados en el suelo, que servían para «romper la pata» del ganado que osaba ingresar a la propiedad de la empresa.  En ese caso, los animales eran decomisados por los caporales o, para recuperarlos, sus dueños tenían que pagar una multa. Igual sucedía si el ganado lograba atravesar el cerco de alambre en busca de mejor pasto. La multa también podía ser pagada con 15 días, o más, de trabajo gratuito para el hacendado, como ocurría con la hacienda Lercari. Los maltratos físicos de los caporales a los comuneros eran moneda corriente.

—Entonces, nos han explotado —dice don Mauro.

—Acá murió Teófilo Huamán. Fue el primero que cayó— dice el comunero sacristán, señalando una pequeña capilla en medio de la yerba y el ichu, en una parte alta de la pampa de Huayllacancha.

Felipe Atencio, el celador de la iglesia de Rancas, se acuclilla y contempla la pequeña estructura de piedras y cemento, ajada por el tiempo, testimonio de que allí, cuando él tenía 17 años, cayó herido el primer mártir, en un choque desigual: los palos y hondas de los campesinos contra las armas de largo alcance de policías y caporales a caballo.

Cansados de los abusos, los ranqueños decidieron retomar sus tierras por la vía de los hechos; posesionándolo. ¿Cuándo y cómo? Definirlo se hizo difícil: habían comuneros que trabajaban para la hacienda y por su relación de subordinación, comunicaban a sus jefes cualquier acuerdo que tomase la comunidad. Para evadirlos, los ranqueños comenzaron a celebrar reuniones secretas, de noche y en lugares insospechados.

A esas asambleas asistían personas de «buen sentido» que orientaban a los comuneros. Uno de ellos fue Emiliano Medrano Atencio. Otro, dice Felipe, Teófilo Sánchez Santiago, un hijo de Rancas que había trabajado como administrador de la hacienda Paria, durante siete años: de 1950 a 1957. «Por su trabajo conocía todo el movimiento de la empresa, todos sus papeles».

Don Teófilo tenía 40 «buenos» ganados y Felipe era el pastor de sus animales.

Un día, Sánchez fue a Carmen Chico, cabalgando la mula de un «norteamericano», el «dueño» de la hacienda. «En el camino, se había resbalado la mula, se había caído y muerto. De eso, al señor le han expulsado», cuenta Felipe.

—Don Teófilo nos decía [la hacienda] no tiene ningún documento. ¿Con qué va a reclamar? Nuestros viejos nunca les han firmado nada.

Un lugar recurrente de reunión secreta era una casa donde funcionaba una cantina, en el actual paradero de combis «El Marqués», en Cerro de Pasco, próxima al tajo abierto. Allí también «tenía su oficina el doctor Raúl Herrera» y el doctor Beraún Hurtado.

Así como la empresa tenía sus informantes, los comuneros tenían el suyo que los mantenía al día de las acciones que planeaba la hacienda: don Leandro Poma Palacín. Un «servidor de la empresa», donde trabajaba como vigilante; natural de Villa de Pasco, ahora incorporado a Rancas, como comunero.

Dos años antes de la revuelta de Huayllacancha, en 1958, llegó a Pasco el cajamarquino Genaro Ledesma Izquieta, a trabajar como profesor en la sección nocturna del colegio Daniel Alcides Carrión. Se produjo entonces un despido masivo de trabajadores mineros por la baja del precio internacional de los metales; situación que generó un descontento popular, y el cual desembocó en una huelga generalizada. Llegó el día en que los protestantes partieron de la sede sindical de la ciudad y se reunieron frente a la Municipalidad Provincial. Se enteraron, entonces, que el alcalde de Cerro de Pasco, «el titular, el que fue elegido, nombrado», don Antonio Figueroa, renunciaba al cargo porque no podía gobernar en una ciudad caótica.

—Yo he tenido amistad también con él —dice Ledesma sentado en La Casona, un restaurante en la antigua sede de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, en el centro de Lima—. Pero él dijo; ‘esto es insoportable, en cualquier momento revienta, mejor me voy a mi tierra, me voy a Jauja’. Se fue. Quedó la ciudad sin alcalde.

Ledesma, también exsenador por la Izquierda, recuerda que en ese momento una voz, «un poco aventurada pero movida por la situación que se vivía», se distinguió en la multitud:

—¡Aquí está el alcalde! —y lo señalaban.

La gente se entusiasmó, dice, y en hombros lo llevaron al sillón municipal.

Algunos días después el Gobierno Central reconoció a Ledesma como el alcalde de la provincia de Pasco. En las siguientes semanas, llegó al despacho de la nueva autoridad una comisión de la comunidad de Yanacancha, pidiendo una colaboración económica para pagar al juez que debía inspeccionar si la Cerro de Pasco Cooper Corporation había usurpado el territorio comunal y colocado grandes mallas de fierro. La exigencia del magistrado era: «20 mil soles, así, una cosa abultada».

—Este es un caso penal —contestó el novel burgomaestre—. No se puede pagar nada. Les aconsejo que vayan al juez, que les devuelva su plata, que han hablado conmigo y les he dicho que lo haga por cuenta del Estado, que para eso gana su sueldo.

El mismo argumento repitió Ledesma en la media hora de programa que radio Pasco había cedido al colegio, donde el alcalde continuaba con sus labores de profesor. Los yanacanchinos se entusiasmaron con el respaldo de la nueva autoridad y la noticia se expandió a otras comunidades.

De pronto, una delegación de la comunidad de Rancas se presentó en el despacho de la Alcaldía provincial, para exponer el dilema en el que se hallaban: «o demandaban la devolución de sus tierras ante el juez civil o qué hacían». Comenzaron entonces varios debates «en el salón general de la municipalidad». Una de esas tardes, el presidente comunal, Alfonso Rivera Rojas, explicó el problema. Los demás también hablaron. «Pero todos coincidían», recuerda Ledesma, «que estaban usurpados por la Cerro de Pasco y que la solución era abrir un juicio a La Cerro y recuperar [las tierras] por esa vía, con una sentencia del Poder Judicial».

—Yo les demostré que eso era imposible —añade—, que perdíamos tiempo, esfuerzo, energía, plata, todo lo que quieran y la sentencia salía en contra. ¿Creen que el juez se va a pelear por ustedes, a este enemigo tan poderoso, que es la Cerro de Pasco, que no depende ni de Lima sino de Estados Unidos? Lo que aquí vale es que la comunidad recupere sus terrenos metiéndose directamente, conforme a sus títulos.

Los comuneros cambiaron de criterio. Debatieron y aprobaron la recuperación de tierras en la vía de los hechos. Había que organizarse. Hubo varias reuniones, que se celebraban cuando el alcalde culminaba sus clases en el colegio. Los dirigentes plantearon la idea de pedir permiso a la Prefectura o a la Policía. Ledesma les dijo, otra vez, que eso también era perder tiempo: «la comunidad entra a recuperar lo suyo, conforme a los títulos rubricados por Simón Bolívar». El exalcalde asegura que el libertador, antes de la batalla de Junín, en los tres días que permaneció en Rancas, firmó los antiquísimos títulos comunales, dando fe de que eran verdaderos.

En la última reunión realizada en la municipalidad, los comuneros le comunican a Ledesma que estaban listos para recuperar sus tierras. Ya estaba decidido quién iría por qué lugar. Actuarían como un reloj. Un comunero joven, Víctor Gallo, se disfrazaría de anciano, así escondería su cámara fotográfica y captaría todas las incidencias. Faltaba determinar la fecha y decidieron por el 29 de abril. ¿Por qué? Proyectaron que el uno de mayo, día del trabajo, la Policía no actuaría, pues lo agentes estarían ocupados siguiendo a los mineros en las iglesias, cementerios y cuanta reunión pública organizaran los sindicatos, debido a que se pensaba que los actos religiosos eran un pretexto para atentar contra el orden público.

—Sí pues el 29 —Ledesma esgrime sus razones legales—. Porque estábamos seguros que pasando tres días, conforme al Código Procesal Civil, ya la autoridad y ninguna de las partes pueden accionar contra la otra. Entonces recién viene el juicio en la vía civil por algún interdicto o toma de posesión o recuperación de la posesión, cualquiera de esas figuras.

A mediodía, cuatro jóvenes obreros miran a Silveria Tufino, la observan desde la lejanía que impone el paso de los años. Ella les devuelve el gesto con la mirada fija. Un sombrero le cubre la cabeza y una manta rodea su espalda. En el mural que la inmortaliza, en una esquina de la plaza de Rancas, está grabado su nombre. «Huayllacancha, resistencia heroica», reza el letrero.

—Allá, por ese murito que está —el sacristán que acompañó la misa en honor a los caídos, señala ahora el cerro del frente—. Por allí cayó Silveria —dice.

Una bala en el abdomen le vació los intestinos.

He aquí, parte de un relato recogido por la antropóloga Elizabeth Lino Cornejo, sobre la muerte de la campesina.

«Y entre todas esas mujeres Silveria, con la mano hecha pedazos. Le sacaron los dedos. De un balazo le sacaron la mano cuando se agarró del poste, ella había dicho: “Corten mi mandil y amarren mi mano”. Con la otra mano se trenzó, se agarró de un palo que sostenía el cerco: “A mí no me van a sacar “. “¡Fuera vieja!”, le pegaron, la maltrataron, pero no quiso salir. “Mi mano no habrá uno, pero tengo otra para defenderme”. Ahí le metieron bala. Como no se rompía aunque la jalaran, no se dividía, entonces le dispararon. Ahí sí se sentó, pero aun así continuó luchando: “No me he muerto, amarren mi barriga por favor, saquen mi manta de la espalda”. Entonces le amarraron la barriga: “Ahora sí puedo seguir luchando porque mis huesos están sanos”. Sus vísceras estaban todas destrozadas.

»Ella era buen jinete, no necesitaba una pita para montar su caballo, sin nada. Se montaba y partía. Aquella vez también se la llevaron en caballo hasta Paria y de ahí la tiraron a la tolva de un volquete de la empresa, de la Cerro de Pasco Cooper Corporation. Así la llevaron al hospital Esperanza, ensangrentada. Al ingresar en camilla había dicho: “Bueno Silveria, ya no sales de aquí, pero mi pueblo queda grande para mis hijos. Silveria ya no saldrá de aquí”».

Y murió cuando los médicos la operaban.

El presidente de la comunidad, Alfonso Rivera, en cambio, murió envuelto en la bandera peruana. Los policías armados y los caporales, por la superioridad de sus armas y su número, habían logrado hacer retroceder a los ranqueños hasta el cruce del riachuelo que baja de la casa-hacienda de Paria con el ferrocarril que iba a Goyllarisquizga (en su lugar existe hoy una carretera afirmada).

—Entonces, no quiso el presidente que la policía avanzara un paso más.

Recuerda, 54 años después, el entonces alcalde provincial de Pasco, don Genaro Ledesma Izquieta, mientras almuerza. Aunque el hombre tiene ahora 84 años de edad, mantiene vivo el recuerdo y el vigor de su voz. Fue burgomaestre a los 30.

En su última resistencia, el presidente comunal trató de persuadir al oficial de la Policía de frenar las acciones, puesto que las débiles chozas de los comuneros habían quedado reducidas a cenizas, que esa tierra peruana era de los ranqueños, que no han «venido en la billetera de los norteamericanos», que en vez de desalojarlos, el jefe debería castigar a los policías que causaron los destrozos.

El recurso final. Alfonso le pidió a su hermano, el director de la escuela, que lleve el ejemplar de la bandera peruana que poseía el centro educativo. Con el símbolo patrio, el presidente, «un patriota auténtico» se envolvió con él «como si fuese un chal».

—¡Por qué hizo eso! —Ledesma se admira— ¡Uy! ¡Caramba! Se enardeció el comandante y ordenó que la tropa dispare al presidente. Le dispararon, bien apuntado al pecho, y cayó muerto.

En el corazón de todos los ranqueños

El recuerdo será imborrable y eterno.

Con el corazón desgarrado.

Por el dolor te imploramos

Que no nos desampares,

Que siempre veles por nosotros.

 Y tus recuerdos serán como bálsamos para nuestras vidas

De todos los ranqueños hoy.

Queremos recordar

A nuestros comuneros, comuneras, ranqueñas

Que se fueron al más allá

Quienes lucharon el año 60, un dos de mayo

En las faldas de Huayllacancha

Tres héroes:

Don Alfonso Rivera Rojas, presidente de nuestra comunidad

Teófilo Huamán Travesaño

Doña Silveria Tufino Herrera.

(calla el comunero-sacristán)

A las 11 de la mañana, el alcalde Ledesma se enteró de la noticia fatal.

Había terminado sus horas de clase en el colegio Daniel Alcides Carrión. El profesor se alistaba para ir a almorzar, pero un comunero de Rancas, que tenía la apariencia como si hubiese salido de un incendio, «con las ropas quemadas, la cara quemada… ennegrecida», lo sorprendió.

—Señor alcalde —dijo—, la policía ha entrado a nuestra comunidad, corriéndonos de las tierras recuperadas, nos ha incendiado la ciudad. Y mire usted las huellas por recuperar nuestras cosas del incendio.

Ledesma describe como «trágico» el escenario que vio cuando llegó a la pampa.

—El líder de la comunidad —recuerda—, el hombre que en nombre de la comunidad daba los mejores discursos, no literarios, sino verídicos sobre la realidad, estaba muerto.

El fuego consumía los últimos trastos de las casas. La sangre rodeaba el cadáver, todavía envuelto con la bandera peruana, y empapaba las champas. ¡Caramba! Más allá otro comunero también abaleado. A una señora de unos 40 años (Silveria Tufino) unos comuneros trataban de ponerla sobre un caballo cuando todavía estaba agonizando. Querían hacer avanzar el animal pero con la balacera el cuadrúpedo tenía miedo. En fin, avanzó un poco más y —según la versión del exalcalde— ahí murió la mujer, en el mismo campo de Rancas: tres muertos. Más allá, los heridos de bala no podían pararse porque tenían la pierna agujereada. ¡Fue una calamidad!

Muerto el presidente comunal, los ranqueños, cansados, llorando algunos como si ya hubiesen perdido, retrocedían empujados por los policías. ¡Cómo se entreveraba el ganado! Mezclados, los animales no saben qué hacer: pelean y no dejan avanzar. ¡Baaa, baaa, baa, baa, baaa! Gritaban buscando a sus compañeros.

Pero pronto, la misión de Fortunato Atencio y Eliseo Paredes, comuneros que dejaron la pampa para recorrer en bicicleta los ocho kilómetros que separa Rancas de Cerro de Pasco, en busca de ayuda de obreros mineros, universitarios y otros ciudadanos, tendría resultados.

El refuerzo llegó como a las dos de la tarde, por la retaguardia de los policías, por Paria, donde encontraron amarrados a un poste a cinco comuneros detenidos, y los soltaron, entre ellos a Mateo, Hugo y Santiago Gallo, y Francisco Suárez. También llegó el alcalde Ledesma. Cesaron las acciones.

—Nos han retrocedido un kilómetro y medio y queremos volver —demandaron los ranqueños.

Eso escuchó Ledesma e hizo que en fila los comuneros volviesen, con su bandera, y tomen posesión de la pampa, en su ubicación previa al enfrentamiento. Al alcalde le informan también de otros 30 detenidos que probablemente estén en la Comisaría de Pasco. Pero en esa dependencia policial a la autoridad le informaron que por orden del Prefecto los presos fueron transferidos a Huánuco. En tanto, los comuneros improvisaron una asamblea en la pampa, los heridos eran trasladados al hospital.

—Entonces —dice Ledesma— he regresado y le digo a la masa que estaban enardecidos, compañeros, no quiere el comandante dar libertad a los presos porque ya perdió jurisdicción, ya lo ha llevado al general de Huánuco, y que en todo caso el responsable de esto es el Prefecto. Uhhh… para qué dije… el Prefecto…

Como a las 5:30 de la tarde, todos se dirigieron a pie, a Pasco, a un mitin convocado por el secretario general de la Unión Sindical, Alberto Santiago Atencio. Llegaron a las seis y cuarto y se reunieron en la plaza Chaupimarca.

De allí, enardecidos, comuneros, mineros, universitarios y pobladores se dirigieron a la Prefectura de Pasco, con Ledesma a la cabeza. El edificio de piedras estaba resguardado por cuatro agentes.

—Llegué al segundo piso —recuerda la exautoridad— y al fondo estaba el Prefecto. El hombre estaba pálido, agonizando, porque sabía que la gente lo iba a matar. Lo hubieran linchado, sinceramente, veía a la población enfurecida con piedras en la mano.

La puerta cerrada impedía el ingreso de los protestantes. Pero el estruendo que las piedras causaban al estrellarse contra las calaminas del techo, revelaba que la gente andaba muy furiosa. Ledesma dice que en esa situación se jugaba parte de su responsabilidad, pues él había alentado que la comunidad tomara sus tierras por la vía de los hechos, «porque esperar a que se le haga justicia era imposible, iba a demorar muchísimo y no iba a ver justicia». Precisamente esa fue la acusación que el general Francisco Morales Bermúdez expuso cuando le envió «al matadero de Videla, en Argentina», adonde fue deportado a mediados de la década de 1970. Los argentinos solían tirar al mar a los enviados por el militar peruano. «El secretario», recuerda hoy, «un policía de Argentina, está escribiendo los antecedentes de cada uno de los presos y al llegar a mi persona pone: Genaro Ledesma que provocó la masacre de Rancas, ‘uy, usted tiene una historia, peor que la del otro’, que tenía un antecedente muy laberintoso. Uy, carajo, como decir, usted ya no se salva», refiriéndose a los hechos de Rancas.

La prefectura tenía un balcón que daba a la calle. Ahí estaba «la masa». Genaro salió al balcón.

—¡Que salga el prefecto! ¡Que salga el prefecto! —gritaba el gentío con sed de venganza.

Algunos protestantes comenzaban a trepar por los adornos que había en la puerta.

—Les dije: compañeros, hermanos —Ledesma se concentra en su relato—. Nadie me oía. Más gritos. ¡Compañeros, hermanos, les habla el alcalde de Cerro de Pasco!

Poco a poco llegaba la calma. ¡Queremos matar al prefecto!, gritaban.

—Les dije: será decir, queremos denunciar, que se vaya.

¡Que se vaya el prefecto! Ya se oía a una voz.

—Pero les dije… estas cosas el pueblo las discute en su casa, esa es la municipalidad, es conveniente discutirlo ahí, no acá. Entonces les invito: vamos a la municipalidad… Noooo, dijeron. Acá no se puede tomar acuerdos, les dije, va ser un desorden y necesitamos que el pueblo actúe ordenadamente con fuerza, con una sola fuerza. Y eso se toma solo en la municipalidad. Si ya no caben en la sala municipal, ahí está la plaza municipal, es plaza de ustedes. Con un tipo de oratoria así, disuasiva, bueno, vamos al municipio. Ya. … A la hora que dijeron vamos al municipio, recién respiró vida el Prefecto, porque la gente dejó la Prefectura y ahí nomás él salió, se fue a las oficinas de la Cerro de Pasco y lo han embarcado en un tren especial hasta Lima.

Ya en la Municipalidad, Genaro habló por micrófono, buscando apaciguar los ánimos.

—… Pensemos cualquier cosa que vamos hacer, porque mañana mismo, o esta noche, ustedes incendian y el Ejército está y estos sí que lo barre a Cerro de Pasco, porque el Ejército no escucha, sino actúa ciegamente por lo que les ordenan y los jefes también están obedeciendo a la Cerro de Pasco y no al pueblo… Espérense que tomemos acuerdos, ¿por qué incendiar los chalets de los norteamericanos?

«Insistía repetidas veces. Ya les había dicho pero insistían en destrozar los chalets de los gringos norteamericanos, que dicho sea de paso ya se fueron. Pero si provocamos a que venga el Ejército, el Gobierno los va enviar a la cárcel. Seamos sensatos a pesar del dolor, de la rabia. … Ofrezco redactar, ahora mismo si es posible, una denuncia penal contra el Prefecto por haber permitido el avance de la Policía sobre Rancas, a causar muertes. Entonces la gente ya comenzó a escuchar sobre actos de venganza contra el Prefecto y les gustó. Les ofrezco traer a los compañeros que han muerto acá, a este recinto y que se les haga un velatorio solemne, voy a invitar a todas las comunidades, que vengan. Y ya comenzaron a escuchar con más atención. Y los heridos de bala serán llevados a los hospitales de acá de Cerro y la atención médica correrá por cuenta de la municipalidad, estos héroes, tanto heridos, como los muertos, son héroes de pueblo de Pasco, héroes… entonces así, con este lenguaje fueron calmándose.

«Pero no pensemos en matar al prefecto ni en ir a incendiar la residencia de los norteamericanos. En estos momentos voy a nombrar una comisión para hacer que vean en las tiendas fúnebres, los ataúdes, los cuerpos van a velarse acá, en esta sala de honor del pueblo de Pasco. Eso les gustó. Yo mismo voy a visitar los heridos que están en el hospital para interesarme por su atención médica. ¡Bravo! Empezaron a aplaudir».

Para poner fin a la jornada, a eso de las 10 de la noche, con la ciudad tomada por el frío, y que permitiese el ingreso de los aparatos del velatorio, Ledesma le invitó a la multitud a cantar el Himno Nacional.

—Yo mismo, que no tengo buena voz para cantar, comencé: somos libres… Todos comenzaron a cantar. La plaza era un coro. Al final no decimos viva el Perú, sino ¡viva Rancas! ¡Viva Pasco! ¡Vivan los héroes sociales! ¡Viva el presidente Alfonso Rivera! ¡Viva Silveria Tufino! ¡Viva nuestro compañero Teófilo Huamán!

Cuatro días después, el siete de mayo, pasado el mediodía, la multitud que se congregó en la municipalidad de Pasco, caminaba con los tres ataúdes al hombro hasta Rancas. El camino y la plaza del pueblo estaban cubiertas de nieve. En el cementerio las fosas ya estaban cavadas. Los discursos de despedida se prolongaron hasta las 11 de la noche. A esa hora en que culminó el entierro.

Entonces Silveria interrumpió con un Shsst

—¿Quiénes serán?

—¿Serán ranqueños?

—¡Sabe Dios! —suspiró Fortunato.

Tiempo después, los cuerpos fueron colocados en una capilla especialmente construida para ellos y allí permanecen hasta hoy. Y en la memoria de los ranqueños.

plaza-de-rancas-1024x610-2591641 Plaza de Rancas en 1960, el día del entierro de los mártires de Huayllacancha.

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